Por JAVIER SANZ — 7 NOVIEMBRE 2020
La sabiduría popular, hija del transcurso de los tiempos y de la filosofía vulgar, recoge un cúmulo de verdades prácticas válidas ayer y hoy. Por ejemplo, de la lealtad de los perros:
Mi meta en la vida es ser tan buena persona como mi perro cree que soy.
El perro promedio es mejor persona que la persona promedio.
No existe fe que no haya sido traicionada, salvo la de tu perro.
Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro.
El perro es el humano más comprensivo.
Y como muestra, cuatro casos de lealtad extrema en representación de los muchos que ha habido y habrá.
Bobby
John Gray fue un jardinero que llegó a Edimburgo (Escocia) junto a su mujer y su único hijo en busca de una mejor vida. Lamentablemente, debido a los duros inviernos que en los últimos años había soportado la ciudad, la tierra estaba prácticamente imposible de trabajar. Así que, John tuvo que buscarse cualquier trabajo para sacar a su familia adelante y lo único que salió fue de vigilante nocturno al servicio de la ciudad. Una de las condiciones para poder optar al puesto de trabajo era que en sus rondas debía ir acompañado por un perro. Como en ningún momento se especificaba qué tipo de perro, decidió que fuese un Skye Terrier al que llamó Bobby. Este perro se convertiría en su fiel compañero en las largas caminatas nocturnas por las frías calles de Edimburgo.
Después de casi tres años de trabajo nocturno y a la intemperie, la salud de John se debilitó, contrajo tuberculosis y falleció el 15 de febrero de 1858. Su perro Bobby se mantuvo junto al féretro durante todo el velatorio y el entierro, pero asombró a todo el mundo cuando no quiso abandonar el cementerio de Greyfriars Kirkyard después de haber enterrado a su amo. Todos pensaron que sería cuestión de tiempo, pero el fiel Bobby se negó a abandonar la tumba de su amigo, aún en las peores condiciones climáticas. El encargado del cementerio intentó muchas veces desalojar a Bobby del camposanto, pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos ya que el perro regresaba al poco tiempo a acostarse junto a la tumba de John. Al final, se dio por vencido, y con un poco de compasión por el animal, le hizo un pequeño refugio con unas tablas junto la tumba de John Gray.
Pero la inteligencia y nobleza de Bobby no tenía límites. En aquel tiempo se disparaba una salva de cañón desde el Castillo de Edimburgo a las 13:00 horas para avisar a los ciudadanos “la hora del almuerzo”. Bobby, en cuanto escuchaba el disparo del cañón, salía corriendo a buscar su comida en Greyfriars Place, un restaurante que frecuentaba con John y donde su dueño siempre lo esperaba con su plato de comida. En cuanto el perro terminaba su comida, volvía al cementerio para acompañar a su amo. Habían pasado casi 10 años desde que Bobby empezó a cumplir con su fiel rutina, cuando en 1867 se aprobó una nueva ley que ponía en peligro la vida de Bobby. Ante el alarmante aumento de perros callejeros, todos debían ser inscritos en un registro y pagar el correspondiente impuesto. Los que no fuesen registrados, se sacrificarían. Desde la muerte de John, Bobby no tenía dueño oficial y por lo tanto carecía de registro, pero eso no fue un problema para él. Al ser un animal tan querido en su ciudad, el mismísimo alcalde de Edimburgo, Sir William Chambers, decidió pagar su licencia indefinidamente y lo declaró como propiedad del Consejo de la Ciudad. Le hizo confeccionar un nuevo collar con su nombre y número de licencia.
Una rutina que duró casi 14 años, hasta el día que murió sobre la tumba de su viejo amigo. Un año después de la última guardia de Bobby, una aristócrata de la ciudad hizo esculpir una fuente con su estatua para conmemorar la vida de un perro fiel y recordar la historia de una amistad que superó a la muerte. Los restos de Bobby están ahora enterrados a escasos metros de los de su amo, y el 13 de mayo de 1981 la Dog Aid Society de Escocia le agregó una pequeña lápida que reza:
Greyfriars Bobby -muerto el 14 de enero de 1872 a la edad de 16 años-.
Que su lealtad y devoción sean un ejemplo para todos nosotros
Su collar y su plato se conservan en el museo dedicado a la historia de la ciudad.
Canelo
Esta historia comienza a finales de la década de los 80 y es la historia de un perro cualquiera con su amo, una de esas historias que podemos ver en cualquier esquina de cualquier ciudad. Canelo era el perro de un hombre que vivía en Cádiz. Una mascota que seguía a su dueño allí donde fuese. Este hombre anónimo vivía solo, por lo que el buen perro era un leal amigo y su único compañero. La compañía y el cariño mutuo los hacía cómplices en las miradas y hasta en los gestos. Todas las mañanas se les podía ver juntos caminando por las calles gaditanas. Una vez a la semana se desviaban de su recorrido habitual para ir al Hospital Puerta de Mar. Su amo tenía un problema renal y una vez a la semana se sometía a tratamiento de diálisis. Obviamente, como en el hospital no podían entrar animales, Canelo se quedaba esperándolo en la puerta. Después de varias horas de tratamiento, recogía a Canelo y regresaban a casa. Esa era la rutina que habían cumplido durante mucho tiempo.
Uno de los días de diálisis, el hombre sufrió una complicación en medio de su tratamiento, los médicos no pudieron reanimarlo y falleció en el hospital. Mientras tanto, Canelo seguía esperando la salida de su dueño tumbado junto a la puerta del hospital. Pero su dueño nunca salió. El perro permaneció allí sentado, esperando. Ni el hambre ni la sed lo apartaron de la puerta. Día tras día, con frío, lluvia, viento o calor seguía tumbado en la puerta del hospital esperando a su amigo para ir a casa.
Los vecinos de la zona se percataron de la situación y sintieron la necesidad de cuidar al animal. Se turnaban para llevarle agua y comida, incluso en una ocasión lograron el indulto de Canelo cuando la perrera municipal se lo llevó para sacrificarlo. Doce años, ese fue el tiempo que el noble animal pasó esperando a la puerta del hospital la salida de su amo. Sabía que su único amigo había entrado por esa puerta y que por ella, como en el resto de ocasiones, saldría. La espera se prolongó hasta el 9 de diciembre del 2002, cuando Canelo murió atropellado por un coche en las afueras del hospital.
La historia de Canelo fue muy conocida en toda la ciudad de Cádiz. El pueblo gaditano, en reconocimiento al cariño, dedicación y lealtad de Canelo, puso su nombre a una calleja y una placa en su honor…
Hachiko
Gracias a la película de 2009 Siempre a tu lado (Hachiko), un remake de la película japonesa Hachikō Monogatari, conocimos la historia de este perro japonés de raza akita.
Siempre a tu lado (Hachiko)
A comienzos de 1924, después de dos días de viaje en una caja, un cachorro de akita llegó a la casa de Eisaburo Ueno, profesor de la Universidad de Tokio. Aunque la intención de Ueno era regalárselo a su hija cuando se casó y se marchó a vivir con su marido, se había encariñado demasiado de su nuevo amigo y se quedó en casa. Hachiko, que así lo llamó, tenía la costumbre de acompañar al profesor a la estación de Shibuya (barrio de Tokio), donde todas las mañanas cogía el tren para ir a la Universidad e, igualmente, allí estaba esperándolo cuando regresaba del trabajo.
Lamentablemente, el 21 de mayo de 1925 el profesor no regresó, había fallecido de un ataque al corazón dando clases. Hachiko se quedó allí esperándolo… durante 9 años. Los viajeros habituales, los empleados de la estación y todos los propietarios de los comercios de los alrededores, fueron los encargados de cuidarlo y alimentarlo durante todo este tiempo. Aún en vida, se erigió una estatua en su honor junto a la estación donde hacía su vida.
El 8 de marzo de 1935, encontraron a Hachiko muerto en la puerta de la estación. El cuerpo de Hachiko fue disecado y guardado en el Museo de Ciencias Naturales. Su estatua correría peor suerte, en plena Segunda Guerra Mundial se fundió para fabricar armas. Terminada la guerra, se volvió a erigir otra estatua de bronce que se convirtió en centro de peregrinación para todos que conocen su historia.
Cuando se le hizo la necropsia, en su estómago se encontraron cuatro varillas utilizadas para los yakitori (pinchos o brochetas de pollo ensartado), pero estas varitas no habían dañado ningún órgano interno, por lo que se determinó que no fueron la causa de su muerte. Las causas de su muerte se consideraron desconocidas, hasta que en marzo de 2011 se determinó que había sufrido un cáncer.
Roselle y Salty, los héroes del 11-S
Roselle y Salty fueron dos perros labradores que salvaron a sus dueños, Michael Hingson y Omar Rivera respectivamente, en el atentando terrorista del 11 de septiembre de 2001 en el World Trade Center de Nueva York. Hay una particularidad que diferencia a estos dos héroes de los muchos que hubo ese día: Michael Hingson y Omar Rivera son ciegos y Roselle y Salty sus perros guía.
Ambos perros estaban con sus amos en sus puestos de trabajo en la Torre 1 cuando se produjo el ataque a las Torres Gemelas, Roselle con Michael en la planta 78 y Salty con Omar en la 71. En medio del caos, el pánico, el humo, cascotes cayendo… Roselle y Salty mantuvieron la calma y fueron capaces de sacarlos de allí. Ambos casos son excepcionales, pero Roselle consiguió sacar a Michael… y a 30 personas más. Mientras Roselle y Michael bajaban por las escaleras -1462 hasta llegar a la calle-, el segundo avión impacto en la Torre 2, lo que provocó que mucha gente quedase desorientada sin saber qué hacer y presa del pánico. Al ver que Roselle sabía lo que hacía y que seguía su camino sin importarle todo el caos que le rodeaba, la gente se fue uniendo a ellos conforme descendían. Después de unas horas, todo el grupo había conseguido alcanzar la calle sanos y salvos.
A ambos se les reconoció su labor con varias distinciones estadounidenses y la británica Medalla Dickin…
Por permanecer lealmente al lado de sus propietarios ciegos, con valentía les ayudaron a bajar más de 70 pisos del World Trade Center y los llevaron a un lugar seguro tras el ataque terrorista en Nueva York el 11 de septiembre 2001.
Salty falleció el 28 marzo de 2008 y Roselle el 26 junio de 2011. A título póstumo, Roselle fue nombrada American Hero Dog of the Year in 2011 superando a otros 7 finalistas en una votación en la que participaron más de 400.000 personas.
Apollo y su entrenador Peter Davies
Apollo, un perro de la unidad K-9 del Departamento de Policía de Nueva York, también fue galardonado con la Medalla Dickin en reconocimiento a la labor realizada por todos los perros de búsqueda y rescate tras los atentados del 11-S. Se concedió a Apollo en nombre de todos porque fue el primero en llegar a las torres.
Fuente: https://historiasdelahistoria.com/2020/11/07/la-lealtad-de-los-perros
dp
4 comentarios:
Los perrotes son maravillosos son mejores que nosotros los sapiens.
Pablo Leiras
Hace 35 días que tengo uno en mis brazos.
Joaquin Maximo Muzlera
Genial y verdadero.
Anibal Gulias
Avellaneda, Prov. de Bs. As.
Lo mejor de la nota es tu foto con Sena...Abrazooo!!!
Juan Manuel Basualdo
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