Sensaciones de Tomás Guido ante la partida de San Martín del Perú. Tomás Guido, “El general San Martìn. Su retirada del Perù” (1864)
De regreso de su célebre entrevista con el general Bolívar en la ciudad de Guayaquil, el general San Martín me comunicó confidencialmente su intención de retirarse del Perú, considerando asegurada su independencia por los triunfos del ejército unido y por la entusiasta decisión de los peruanos; pero me reservó la época de su partida que yo creía todavía lejana.
Por este tiempo se instaló el Congreso Nacional en Lima, lo que importaba un gran paso en el sentido de la revolución. El general se presentó ante él, despojándose voluntariamente de las insignias del mando supremo que investía con el título de Protector del Perú. Sus palabras en aquella ocasión fueron dignas de tan solemne ceremonia. Al retirarse fue colmado por la multitud de vítores y aplausos. Yendo a tomar su carruaje para trasladarse a la quinta de La Magdalena en los arrabales de la capital, me pidió lo acompañase, diciéndome en el camino que deseaba descansar y pasar la noche sin visitas.
Miembro entonces del gobierno de Lima en el que desempeñaba el ministerio de guerra y marina, mi ánimo se hallaba sobrecogido por el recelo de trastornos fundamentales en el Estado, viendo caer de pronto su más fuerte columna. Subí al carruaje con el general, llegando juntos a su morada campestre.
Nadie vino a perturbar su deseada quietud. En medio de cordial expansión, sin otra sociedad que la mía, se paseaba por la galería de la casa, radiante de contento. De repente, dando a su conversación un giro inesperado, exclamó con acento festivo: “Hoy es, mi amigo, un día de verdadera felicidad para mí; me tengo por un mortal dichoso. Están colmados todos mis anhelos; me he desembarazado de una carga que ya no podía sobrellevar, y dejo instalada la representación de los pueblos que hemos libertado. Ellos se encargarán de su propio destino, exonerándome de una responsabilidad que me consume”.
Las palabras del general revelaban ingenuidad, y su semblante un júbilo extremado; pero inopinadamente fue interrumpido por el aviso de una ordenanza, de hallarse a la puerta una comisión del Congreso que pedía hablarle. En el acto pudo traslucirse en su fisonomía el disgusto que le causaba la visita. No obstante, no hesitó en recibirla, como lo hizo, con la debida cortesía. La comisión la componían 5 diputados elegidos entre los más notables del Congreso. El ciudadano que la presidia dirigió al general a nombre de su comitente el más simpático saludo, manifestándole en lenguaje escogido el vivo aprecio que sus eminentes servicios habían merecido de la nación, y el encarecimiento con que el Congreso le pedía continuase ejerciendo el poder, revestido de amplias facultades, confiado en que se prestaría a aceptarlo. El general se mostró sorprendido por esta eminente oblación, y agradeciéndola en términos proporcionados a la magnitud de la ofrenda, declaró a los comisionados la indeclinable resolución en que estaba de negarse a volver al gobierno político del país.
Después de esta declaración, inútil fue la expresiva insistencia de la comisión, que se retiró desanimada. Terminada esta entrevista, el general recobró la alegría, y se felicitaba chistosamente de haber escapado del precipicio a que se le empujaba. Más, no bien habían corrido para él 3 horas de solaz conversando conmigo familiarmente, cuando le fue anunciada una nueva y más numerosa comisión del Congreso, que le causó muy seria inquietud, dándole asunto a picantes apóstrofes sobre la posición embarazosa en que se le colocaba. La segunda diputación del Congreso fue recibida como la primera con exquisita urbanidad. Su presidente apuró la oratoria, bajo la inspiración del más puro civismo, para persuadir al general de la cumplida confianza que la nación depositaba en él y de la conveniencia de ceder a la súplica de verle al frente de una obra que, iniciada con tan venturosos resultados, debía ser terminada por el mismo campeón a quien la Providencia y el amor de los pueblos habían encumbrado a una posición excepcional.
Entonces el general se revistió de notable firmeza, y abundando en la expresión de su gratitud a la predilección con que el Perú le honraba, contestó en tono resuelto, poco más o menos, que su deseo por la libertad del país no reconocía límites; que no habría sacrificio personal a que se excusase por consolidar su independencia; pero que su presencia en el poder político ya no sólo era inútil sino perjudicial. Dijo que la tarea de ejercerlo incumbía a ilustrados peruanos; que la suya estaba terminada desde que podía regocijarse de verlos en plena posesión de sus derechos. Manifestó asimismo que por rectas que sean las intenciones de un soldado favorecido por la victoria, cuando es elevado a la suprema autoridad al frente de un ejército se considera en la república como un peligro para la libertad. Agregó que conocía esos escollos y no quería fracasar en ellos sin provecho público; que con esta persuasión se desprendía del mando y que faltaría a la majestad del Congreso y aun a su pundonor, si su actitud ante tan respetable cuerpo no importase un desistimiento franco, y sin disfrazada ambición del distinguido puesto de que se apartaba para siempre. Terminó pidiendo a los comisionados lo asegurasen así a la representación nacional, con la efusión de su profundo reconocimiento, y en la certeza de que su partido estaba tomado irrevocablemente.
Entraba ya la noche, cuando la diputación se despidió, regresando a Lima a dar cuenta del resultado de su encargo. El general, tan preocupado de su segunda entrevista como receloso de una tercera invitación, me dijo acalorado: “Ya que no me es permitido colocar un cañón a la puerta con que defenderme de otra incursión por pacífica que ella sea, trataré de encerrarme”. Se retiró enseguida a su aposento, por sentirse ya fatigado. Allí se entretuvo en un rápido arreglo de papeles. Hasta entonces continuaba ocultándome su plan de retirada, que había preparado para esa misma noche. A las 9 me hizo llamar por su asistente, invitándome a tomar el té en su compañía.
Nos hallábamos solos. Se esmeraba el general en probarme con sus agudas ocurrencias el íntimo contento de que estaba poseído; cuando de improviso me preguntó: “¿Qué manda usted para su señora en Chile? El pasajero que conducirá encomiendas o cartas las cuidará y entregará puntualmente”. Yo dije: “¿Qué pasajero es ése y cuándo parte?”. Él respondió: “El conductor soy yo. Ya están listos mis caballos para pasar a Ancón, y esta misma noche zarparé del puerto”.
El estallido repentino de un trueno no me hubiera causado tanto efecto como este súbito anuncio. Mi imaginación me representó al momento con colores sombríos, las consecuencias de tan extraordinaria determinación. Mi antigua amistad se afectaba también ante la perspectiva de la ausencia de aquel hombre a quien consideraba indispensable, ligándome a él los vínculos más estrechos que puedan crear el respeto, la admiración y el cariño. Dejando aparte, empero, lo relativo a mis conexiones personales, recapitularé aquí tan sólo lo concerniente a la política, mis fervorosas interpelaciones al general, y las contestaciones que me dio.
Bajo la penosísima impresión que experimenté al anuncio de su inmediata partida, le pregunté agitado si había medido el alcance del paso que daba separándose del Perú precipitadamente, y el abismo a cuyo borde dejaba a sus amigos y la grandiosa causa que nos llevó a aquellas regiones.
Le pregunté también si consentía que se vulnerase su nombre exponiendo su obra a los azares de una campaña no terminada todavía, si acaso le faltó nunca un caloroso apoyo en la opinión y en las tropas, y si no recelaba que apartado de la escena sobreviniese una reacción turbulenta que hiciese bambolear el Congreso y derribase al presidente destinado a subrogarle, privado como quedaría de la más sólida garantía de su autoridad. En este caso, le dije, dueño el enemigo de la sierra, ¿no podría caer al llano como un torrente para aprovecharse del desquicio en que quedaríamos y restablecer su predominio? Interrogué al general qué contestaría a su patria y a la América, si sustrayéndose a la inmensa gloria de terminar la guerra se retirase del país, a cuando quedaba expuesto a un trastorno fundamental que malograría tantos afanes y el sacrificio de la sangre derramada por nuestra independencia; qué explicación daría a sus camaradas que le habíamos acompañado con sincera fe desde las orillas del Plata y a quienes iba a dejar en orfandad y expuestos a la más peligrosa anarquía.
Por fin terminé mi caluroso desahogo pidiéndole encarecidamente desistiese de un viaje tan funesto y recordándole que el ejército argentino y chileno conducido por él al Perú bajo augurios felices, realizados hasta entonces conforme a nuestras esperanzas, había venido firmemente decidido a libertar al Perú del yugo colonial, y que esta noble misión quedaría incompleta si en vez de organizar a la república la abandonaba delante de sus enemigos armados.
Visiblemente conmovido, el general repuso: “Todo eso lo he meditado con detenimiento. No desconozco ni los intereses de América ni mis imperiosos deberes, y me devora el pesar de abandonar camaradas que quiero como a hijos, y a los generosos patriotas que me han ayudado en mis afanes; pero no podría demorarme un solo día sin complicar mi situación; me marcho. Nadie, amigo, me apeará de la convicción en que estoy de que mi presencia en el Perú le acarrearía peores desgracias que mi separación. Así me lo presagia el juicio que he formado de lo que pasa dentro y fuera de este país. Tenga usted por cierto que por muchos motivos no puedo ya mantenerme en mi puesto, sino bajo condiciones decididamente contrarias a mis sentimientos y a mis convicciones más firmes. Voy a decirlo: Una de ellas es la inexcusable necesidad a que me han estrechado, si he de sostener el honor del ejército y su disciplina, de fusilar a algunos jefes; y me falta el valor para hacerlo con compañeros de armas que me han seguido en los días prósperos y adversos”.
Al oír al general dominado de tal idea no pude contenerme, y valido de su amistosa deferencia le interrumpí diciéndole me permitiese oponerme a sus apreciaciones. Para convencerse de su inexactitud bastaba recordar, le dije, que los jefes a que aludía, ya que contrariasen su política o comprometiesen la moral del ejército podían en todo caso ser inmediatamente alejados, de preferencia a ocurrir a ninguna otra medida violenta, pues por más influencia que se atribuyesen a sí mismos era de todo punto incontestable que el general contaba con la adhesión de los soldados y la lealtad de bravos jefes y oficiales cuyos nombres le indiqué.
“Bien. - prosiguió el general - Aprecio los sentimientos que acaloran a usted. Pero en realidad existe una dificultad mayor, que no podría yo vencer sino a expensas de la suerte del país y de mi propio crédito y a tal cosa no me resuelvo. Lo diré a usted sin doblez: Bolívar y yo no cabemos en el Perú. He penetrado sus miras arrojadas, he comprendido su desabrimiento por la gloria que pudiera caberme en la prosecución de la campaña. Él no excusará medios, por audaces que fuesen, para penetrar a esta república seguido de sus tropas, y quizá entonces no me sería dado evitar un conflicto a que la fatalidad pudiera llevarnos, dando así al mundo un humillante escándalo. Los despojos del triunfo de cualquier lado a que se inclinase la fortuna los recogerían los maturrangos nuestros implacables enemigos, y apareceríamos convertidos en instrumentos de pasiones mezquinas. No seré yo, mi amigo, quien deje tal legado a mi patria, y preferiría perecer antes que hacer alarde de laureles recogidos a semejante precio, ¡eso no! Entre, si puede, el general Bolívar, aprovechándose de mi ausencia; si lograse afianzar en el Perú lo que hemos ganado, y algo más, me daré por satisfecho; su victoria seria de cualquier modo victoria americana”.
En vano me esforcé sin medida en borrar en el ánimo del general las impresiones que le precipitaban a una fatídica abnegación. El resistía repitiendo: “No, no será San Martín quien contribuya con su conducta a dar un día siquiera de zambra al enemigo, contribuyendo a franquearle el paso para saciar su venganza”.
Todos mis razonamientos se estrellaban pues en su inconmovible propósito. Como mi primer ímpetu fuese seguirlo a su destino, el general me pidió que no me alejase del general La Mar, a quien según sus palabras llenas de elogio hacia ese digno americano me esperaban pruebas difíciles en su futura presidencia. Resuelto con mejor consejo a quedarme, le manifesté que permanecería en la república hasta que se disparase el último cañonazo por su independencia; como en efecto lo hice, no regresando a mi patria sino a fines del año 26.
Conforme se acercaba la hora de la partida el general, sereno al principio de nuestra conversación, parecía ahora afectado de tristes emociones, hasta que avisado por su asistente de estar prontos a la puerta su caballo ensillado y su pequeña escolta, me abrazó estrechamente, impidiéndome lo acompañase, y partió al trote hacia el puerto de Ancón.
Esto pasaba entre 9 y 10 de la noche. En la mañana del siguiente día recibí la carta que copio íntegra a continuación, cuyo autógrafo conservo y que nunca leo sin enternecimiento:
“Señor general don Tomas Guido.
A bordo del ‘Belgrano’ a la vela, 21 de setiembre 1822, a las 2 de la mañana.
Mi amigo: Usted me acompañó de Buenos Aires uniendo su fortuna a la mía; hemos trabajado en este largo período en beneficio del país lo que se ha podido; me separo de usted, pero con agradecimiento, no sólo a la ayuda que me ha dado en las difíciles comisiones que le he confiado, sino que con su amistad y cariño personal ha suavizado mis amarguras y me ha hecho más llevadera mi vida pública. Gracias y gracias, y mi reconocimiento. Recomiendo a usted a mi compadre Brandsen, Raulet, y Eugenio Necochea. Abrace usted a mi tía y Merceditas. Adiós. Su San Martín”.
La lectura de esta carta que me causó la más honda conmoción, y en cuyo laconismo se refleja el carácter afectuoso y varonil de su autor, desvaneció en mí toda esperanza de que el ilustre amigo que me la escribía volviese atrás de su resolución. El adalid que ocupa el primer lugar en nuestros fustos militares, aquél cuyo nombre era nuncio de victoria para las armas argentinas, el general don José de San Martín, solo y dejando a la espalda la América que había contribuido tan poderosamente a libertar surcaba ya los mares en dirección a las remotas playas donde ha terminado su venerable existencia, lejos de la patria, pero presente a su eterno reconocimiento.
Confundiese el espíritu ante la determinación de aquel varón esclarecido, sin poder marcar el límite entre un desinterés magnánimo y el abandono de la empresa que descansaba sobre sus fuertes hombros. La historia misma vacilará antes de fallar sobre una acción que ha dado margen a apreciaciones tan diversas. Por fortuna, el general San Martín tuvo en Bolívar un digno sucesor. En honor de su fama que nos es tan cara debe presumirse que su intuición admirable le dejó claramente percibir la prodigiosa altura a que era capaz de remontarse el cóndor de Colombia. Entretanto, si los argentinos sentíamos el pesar profundo de ver disuelto el ejército como el fruto de la ausencia de su amado jefe, los restos de nuestros guerreros en quienes palpitaba todavía la inspiración del genio que atravesó los Andes llevaron a gloriosos campos de batalla el contingente de su pericia y de su antiguo valor, concurriendo así a sellar definitivamente con su sangre la independencia del Perú”.
La presente nota, publicada en Buenos Aires en 1864, ha sido incluida en su totalidad por la misma razón que las cartas a su esposa, su innegable cercanía con el Libertador. Más allá que algunos datos no concuerdan con la visión del autor del presente libro, es innegable su valor histórico.
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dp
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