domingo, 25 de noviembre de 2007

CUANDO LA ARGENTINA VIOLO TERRITORIO DE HAITI


Crónica de un bochornoso episodio ocurrido en 1956, en el que la impune cobardía de las fuerzas argentinas que ocasionaron el mismo contrastó en inversa proporcionalidad ética con la heroica valentía de un matrimonio de diplomáticos haitianos

Por Florencia Pagni y Fernando Cesaretti

“Los pequeños países deben ser respetados mas escrupulosamente por ser pequeños. Para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza“. Jean Brierre


El asilo diplomático, una peculiaridad latinoamericana

El asilo diplomático es casi una peculiaridad de los estados latinoamericanos, dado que en otras latitudes se lo ha aplicado ocasionalmente. El asilo diplomático es aquel que se concede en la sede de las legaciones y en naves de guerra estacionadas en puertos extranjeros a perseguidos políticos cuya vida o libertad se haya en inminente peligro. Algunos países sin reconocer esta institución han otorgado no obstante, refugio temporal a individuos por motivos políticos. No es procedente de acuerdo a derecho conceder asilo en tiempos normales a los inculpados de delitos comunes.
La misión diplomática que ha concedido asilo debe informar de ello al gobierno local y solicitarle salvoconducto para que el refugiado abandone el país. El gobierno local debe otorgar el salvoconducto, a menos que considere que el asilo no es procedente en el caso que en particular se trate, ya sea porque el asilado es culpable de delitos comunes o por otra razón.
El Derecho de Asilo Diplomático latinoamericano fue siendo normado en virtud de los tratados que las jóvenes naciones fueron firmando entre finales del siglo XIX y mediados del XX.
Así el Tratado de Derecho Penal Internacional, suscrito en Montevideo en 1889; en su artículo 17 reconoce el derecho de conceder asilo en legaciones o buques de guerra, surtos en aguas territoriales de otros estados contratantes, a los perseguidos por delitos políticos.
En 1928 la Convención de La Habana reglamentó la práctica del asilo diplomático reconociendo nuevamente el derecho de otorgar asilo a perseguidos políticos. No obstante esa Convención nada normó en referencia a la calificación de la figura de asilado, lo que ha sido materia de frecuentes controversias entre los estados asilantes y los estados territoriales, pese a que un lustro después la Convención de Montevideo, introduce una pequeña innovación, la que afirma que la calificación del carácter político o no, de los móviles que llevan a un individuo a buscar refugio corresponde al estado que presta el asilo. Pese a esto, la nebulosa jurídica continúa por esos años.
Consecuencia directa de esta imprecisión fue la larga controversia entre Perú y Colombia en relación al caso del líder aprista Víctor Raúl Haya de La Torre, que tras el triunfante cuartelazo del general Manuel Odría en 1948, se asiló en la embajada colombiana en Lima, en cuyo edificio debió permanecer seis años. Recién en 1954 pudo salir del país rumbo al exilio, en este caso al siempre acogedor México heredero de la impronta libérrima del general Lázaro Cárdenas, ese Tata hijo de la chingada que abrió generosamente las puertas de su país a un variopinto escenario de refugiados, desde un notorio Trotski a miles de anónimos republicanos españoles.
Fue precisamente en 1954 cuando la Convención de Caracas actualizó los puntos esenciales del derecho de asilo, reafirmando la facultad del estado asilante de calificar la naturaleza política o común del delito, otorgando a ese estado la facultad para apreciar la situación de urgencia que es condición para la concesión de asilo. Esta Convención que está ratificada por casi todos los Estados Latinoamericanos, dispone en su artículo 1° que el asilo diplomático podrá ser otorgado en legaciones, naves de guerra y campamentos o aeronaves militares.

Un poeta de la negritud

1954 es también el año en que llega a la Argentina acreditado como embajador de Haití, Jean Brierre. Nacido en 1909, este hombre a horcajadas entre la juventud y la madurez, es ya un veterano de múltiples combates donde la literatura ha sido el arma para denunciar el constante atropello del imperialismo yanqui a su pequeño país.
Seis años de edad tan solo cuenta Brierre cuando los Estados Unidos inician una ocupación que durará casi dos décadas. Largo tiempo en que ese niño se hará adulto, sufriendo las consecuencias como negro de la importación por parte del ocupante, de los modos racistas del Profundo Sur.
Una consecuencia de la larga intervención estadounidense es el abrir entre los jóvenes intelectuales haitianos (grupo naturalmente minoritario en relación al total de la población pero muy dinámico e influyente) un debate sobre la identidad nacional. Penetra en ellos una fuerte ola de africanismo que hace que hacia la década de 1930 se imponga la novela y la poesía del negrismo, fenómeno que se hace carne en toda la literatura caribeña, especialmente en Cuba con autores de la envergadura, por ejemplo, de Nicolás Guillén.
El negrismo (o negritud) como concepto se nutre de la influencia del marxismo, el psicoanálisis, los movimientos literarios de vanguardia y de la necesidad de cuestionar las convenciones y prejuicios sociales. Su propósito es recuperar la dignidad del negro como individuo sometido durante siglos a la discriminación y el desprecio por su supuesta inferioridad; reivindicar la herencia africana en la cultura y vida cotidiana occidental; exaltar la relación del mundo negro con la naturaleza y afirmar su mayor sentido del ritmo.
El negrismo ha nacido en el lugar “natural” del exilio cultural de esos intelectuales africanos y caribeños: París. Su referente es el poeta senegalés Léopold Senghor. Este será un guía para el joven Brierre, por esos años en que como agregado subalterno a la modesta estructura de representación exterior haitiana, alterna los ambientes bohemios parisinos y neoyorquinos. La relación entre ellos se mantendrá solidaria e inalterable a lo largo del tiempo. Así cuando en la década de 1960, Brierre tras pasar un tiempo en las cárceles del dictador haitiano Francois Duvalier, el temible Papa Doc, es expulsado de su patria, encuentra la generosa acogida de su amigo Senghor, por entonces presidente de Senegal y ya considerado como el más importante intelectual africano que ha dado el siglo.
Jean Brierre expresa en su poesía la amargura y la esperanza. Sus versos denuncian la opresión de su patria y de su raza. Y también recupera la simbiosis entre su patria y África. Su patria que ha sido no solo la primera república latinoamericana sino también la primera republica negra del mundo en un mundo donde la esclavitud era aun un hecho omnipresente. Y que vio surgir azorado y escandalizado a esa “insolencia independentista” construida por quienes estaban destinados “naturalmente” a llevar cadenas. Brierre vuelve entonces la mirada a su África dolorosa y maternal, como una manera de encontrar en ella a su propio Haití, igualmente doloroso y maternal.
Ese Haití, el país más pobre del continente, a quien el destino le lleva a representar diplomáticamente en el país más rico de Sudamérica. País cuya capital –poderoso faro cultural- le promete una estadía, a el y a su esposa, tranquila y reposada. Y así vivirá en Buenos Aires el matrimonio Brierre la vida muelle propia del mundo de las representaciones extranjeras destacadas en una nación amiga, hasta que en el gélido mes de junio de su segundo año como embajador, las circunstancias alejarán para siempre toda esa vana fruslería protocolar.

Operación Masacre

Comenzado a última hora del sábado 9 de junio de 1956, el movimiento militar que contra el gobierno de facto presidido por el general Pedro Aramburu encabezó un antiguo amigo y compañero de promoción de este, el general Juan José Valle, fue neutralizado y reducido en poco tiempo. A media mañana del día 10 se rendía el último foco rebelde en Santa Rosa. Por entonces, fracasados los intentos de copamiento de unidades militares y/o emisoras de radio en Buenos Aires, La Plata, Campo de Mayo y Rosario, la insurrección está definitivamente vencida, demostrando en su rápido fracaso, tanto su falta de preparación y cohesión, como el grado de infiltración previa por parte de los servicios de inteligencia del gobierno faccioso.
Este episodio podría haber pasado a la historia como uno más de los tantos pronunciamientos y “fragotes” del ciclo que se inicia en 1930. Sin embargo, la forma brutal en que fue aplastado le dio una entidad distinta. Por primera vez en la Argentina moderna, un gobierno ejecutó a algunos de los participantes (reales o supuestos) de un conato de rebelión. Durante los tres días que siguen al comienzo de la “revolución de Valle”, son fusilados dieciocho militares y nueve civiles. Tal vez este derramamiento de sangre injustificable encuentre explicación en el temor del gobierno de facto a que el levantamiento degenerase en guerra civil.
En esencia a la conspiración que encabezó el general Valle secundado por el general Raúl Tanco, se le puede categorizar como un movimiento que obedeció a una lógica interna militar. En primer lugar fue retroalimentado por el descontento de muchos oficiales y suboficiales que habían sido retirados en la purga que siguió a la destitución de Perón primero, y de Lonardi después. Tan solo luego acudió en su constitución (aunque determinante en su ejecución y en la mística que generó con posterioridad a su derrota), el clima de resistencia generalizada en los sectores proletarios de la población a algunas medidas regresivas en materia económica y social adoptadas por el faccioso gobierno provisional con claro sentido de revancha clasista para con los simpatizantes del régimen populista depuesto. Fue en este contexto de intranquilidad donde los responsables castrenses de la insurrección lograron (en contraprestación a las muchas deserciones de último momento de oficiales previamente comprometidos), el apoyo de civiles peronistas.
A pesar de esa simpatía activa de los partidarios del justicialismo que transformaba al golpe en un movimiento cívico militar de indudable raigambre popular, los jefes militares del mismo esperaron en vano la aprobación de Perón. El ex presidente por entonces exilado en Panamá, fue sumamente duro con los alzados. Resentido aún por la actuación de la Junta de Generales (de la que fueron integrantes Valle y Tanco), que había operado como transición en su salida del poder en setiembre de 1955, le escribió el 10 de junio a su delegado personal John William Cooke: “-si yo no me hubiera dado cuenta de la traición y hubiera permanecido en Buenos Aires, ellos mismos me habrían asesinado, aunque solo fuera para hacer mérito con los vencedores”. Aunque con posterioridad el imaginario peronista ubicó a Valle y a los otros oficiales alzados en junio de 1956 como figuras destacadas del martirologio del movimiento popular, lo cierto es que en el momento de los hechos, estos clamaron en vano el nombre de un líder que sin reciprocidad se comportó en la contingencia con la misma hostil indiferencia con la que un siglo antes actuó Urquiza en relación a los alzamientos que en el poniente argentino efectuaban esperanzados en el caudillo entrerriano, Peñaloza o Varela.
Ese componente plebeyo altamente presente no solo en los protagonistas civiles sino en el importante número de suboficiales sublevados, tal vez también sea una clave para comprender la crudeza y el grado tal de represión aplicado por parte del gobierno de facto, al punto que la ley marcial solo fue suspendida el 12 de junio luego de ser detenido y fusilado al general Valle, jefe del levantamiento. Sin embargo los sectores más duros del régimen entendían que igual suerte debía correr el otro general complotado, Raúl Tanco. El problema era capturarlo…

Un chalet en Vicente López

Eso es físicamente la embajada de Haití en ese tiempo de convulsiones. Una confortable edificación con un amplio parque, situada en el bucólico paisaje de los privilegiados suburbios septentrionales allendes a la capital argentina. Dato no menor por los hechos que van a sobrevenir es que cuenta con una construcción anexa utilizada como garaje, con varias habitaciones en la planta alta. La tranquilidad del barrio es solo alterada por el estruendoso paso de los coches de una línea de colectivos que sirve para espabilar periódicamente al agente policial de facción ubicado permanentemente frente a la embajada…y también para que uno de esos coches en los hechos que van a sobrevenir juegue con su oportuna aparición en escena, un papel providencial.
A media tarde del lunes 11 de junio golpean a la puerta del chalet dos hombres. Son un teniente coronel, Salinas, y un gremialista, García, ambos participantes de la frustrada rebelión que llegan a la legación haitiana buscando asilo. Este les es concedido sin objeción alguna por el embajador Brierre. Los familiares de los refugiados enteran a otros de la generosa disposición encontrada y en las horas siguientes acuden a pedir asilo dos coroneles: González y Digier, un capitán, Bruno, y un suboficial, López. Se les aloja en las habitaciones del anexo situadas arriba del garaje.
Al día siguiente Brierre se traslada a la Cancillería a informar formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada. En la madrugada del jueves 14 aparece por la sede diplomática otro perseguido en busca de amparo. Se trata del general Raúl Tanco, quien llega muy cansado y ganado por una sombría depresión luego de sortear casi de milagro el ser capturado por la parafernalia de fuerzas que el gobierno dispuso para encontrarlo.
Tanco será el último que traspase la reja a la libertad de la embajada, pues inmediatamente esta será rodeada por fuerzas policiales que impiden el paso por la cercanía a los viandantes. Sin embargo la custodia en si de la sede diplomática desaparece pese a los reclamos infructuosos de Brierre a la Cancillería. El embajador está alarmado por los continuos llamados telefónicos anónimos que preguntan a lo largo de ese día por “el hijo de puta de Tanco”.
Anochece la jornada del 14 de junio cuando Brierre abandona la embajada con la finalidad de agregar en Cancillería el nombre de Tanco a la lista de asilados. Estos, alojados en el anexo, se sienten a resguardo de cualquier peligro ya que esa casa de Vicente López de acuerdo al derecho internacional es territorio extranjero, con mayor precisión: territorio soberano de la República de Haití donde no puede alcanzarlos la represión que impera en la República Argentina.

Se equivocan. A poco de abandonar Brierre la residencia, dos vehículos se estacionan frente a esta, descendiendo de los mismos una veintena de hombres fuertemente armados. Quien comanda el grupo es el general Domingo Quaranta, jefe del temible Servicio de Informaciones del Estado (SIDE), que tras ordenar el retiro del retén policial, penetra violentamente en la sede diplomática, sacando por la fuerza del anexo de la misma a los siete asilados.
Estos son obligados a ubicarse a lo largo de la verja exterior. El grupo asaltante se posiciona frente a ellos preparando sus armas. La intención es fusilarlos allí mismo. Pero en ese instante aparece corriendo desde el interior de la casa, Therese Brierre, esposa del embajador. Ante la inminencia de lo que se va a perpetrar, la señora Brierre comienza a dar gritos desesperados. El general Quaranta la aparta bruscamente mientras le vomita el insulto natural a su lógica racista y sexista: “-callate negra hija de puta”. Ante el escándalo un grupo de vecinos se acerca y forma corrillos en el lugar. El jefe de la Side toma entonces una decisión. Parte de su grupo se queda conteniendo al vecindario mientras que el resto parte con los prisioneros hasta la esquina, para allí, sin testigos inoportunos consumar la matanza. En ese menester están cuando aparece providencial, un colectivo que se detiene para bajar pasajeros. Ante esta nueva intromisión a sus planes, Quaranta decide cargar a los secuestrados en el mismo colectivo y llevarlos a otro lugar donde poder impune y “legalmente” perpetrar el asesinato de los mismos.
Ese lugar es un cuartel ubicado en la Capital Federal. Allí los prisioneros son identificados y despojados de sus efectos personales. La muerte les ronda tan de cerca que en uno de los sobres donde se depositan esos efectos puede leerse: “pertenencias de quien en vida fuera el general Tanco”. Ante tan tétrica evidencia, este y sus compañeros de infortunio se van resignando a sumarse a la lista de fusilados.
Pero quien no se resigna es la señora Brierre que por vía telefónica denuncia inmediatamente el hecho a las agencias internacionales de noticias y se comunica con el ministerio de asuntos exteriores haitiano solicitando su intervención. Poco después llega a la embajada Jean Brierre, que tras ser puesto al corriente del atropello, retoma sobre sus pasos y se dirige nuevamente a la Cancillería, donde es recibido por un subsecretario, burócrata menor a quien le exige la búsqueda y devolución de los secuestrados. Oficialmente el gobierno de Aramburu afirma no tener nada que ver con el episodio, prometiendo “investigarlo”. Pero Brierre no se conforma con esa promesa. Protesta con vehemencia, interesando al mismo tiempo en el asunto a la embajada de Estados Unidos. Solo entonces el gobierno faccioso de Aramburu asume el escándalo internacional al que su torpeza y su sed de venganza para con los vencidos, está dando lugar.
Cerca de esa gélida medianoche, los prisioneros que desde su traslado hace horas al cuartel, esperan en la intemperie del patio de armas el momento de su fusilamiento (ahora si a punto de concretarse tras ser dos veces postergado en esa jornada), son llevados a una oficina, donde el alma les vuelve al cuerpo al ver aparecer al embajador Jean Brierre acompañado de dos burócratas argentinos: el subsecretario de Relaciones Exteriores y el jefe de Ceremonial del Estado, que con hipócrita solemnidad le “devuelven” a aquel sus asilados. Uno de estos le comenta a Brierre que les han hecho firmar bajo coacción declaraciones, lo cual está vedado por el derecho internacional. Brierre manifiesta que hay que romper las mismas. Los burócratas se oponen hasta que la firmeza y decisión que denota la voz del haitiano impone su destrucción.
Minutos después en dos automóviles iluminados en la tenebrosa noche de una Argentina dividida por la refulgente luz grana y azul de la bandera haitiana, hacinados a tal punto que alguno de ellos viaja literalmente en las rodillas del embajador[1], siete argentinos salen de la muerte y vuelven a entrar en la vida.

El legado de los Brierre

Jean Brierre no tuvo la suerte de esos siete argentinos. Regresó a su país en donde como tantos otros intelectuales y políticos haitianos sufrió a partir de 1957 la persecución y el encarcelamiento por parte del nuevo hombre fuerte de su atribulada tierra, Francois Duvalier. A principios de los sesenta fue expulsado al exilio. Este como ya expresáramos, adoptó la forma -gracias a una generosa invitación de su amigo Léopold Senghor- de un fecundo cuarto de siglo de residencia senegalesa. Allí Brierre continúa con su labor literaria, dando a luz en este período algunas de sus mejores obras. Senegal impuso en mérito a su labor cultural en 1998 el premio “Jean Brierre de Poesie”, destinado a fomentar las inquietudes de jóvenes valores en África y América.
En 1986 con el peso de los años a cuestas y la nostalgia por su patria, Jean Brierre retorna a Haití donde fallece en plena transición de la dictadura a la democracia, a fines de 1992. La muerte le impidió ver a su país encauzado en un rumbo por el que había luchado toda su vida.
En la Argentina había sido casi olvidado hasta que en 1964 el historiador revisionista Salvador Ferla rescató el protagonismo que tuviera con su esposa en los hechos de junio de 1956, dedicándoles varios parágrafos de su libro Mártires y Verdugos. Sin embargo Ferla, más allá de lo encomiable de su intención, muestra la actuación del matrimonio Brierre bajo una óptica paternalista y un apenas disimulado racismo. Así en su relato Brierre es “un negro que tiene alma, nobleza, bondad…Acaso para castigar la soberbia racial de algunos blancos Dios produce casos como este”, y en el epílogo del episodio es “el negro (que) los saca (a los prisioneros) del infierno blanco”. De las condiciones y antecedentes intelectuales de Brierre, no dice una palabra. La señora del embajador es “una mujer de color” y finalmente una “!negra linda y virtuosa!”, definición que en algún modo recuerda, aunque en sentido contrario, el insulto brutal pero menos hipócrita que un asesino como Domingo Quaranta le espetó a Therese Brierre. Este al gritarle: “-callate, negra hija de puta”, mostró sin cortapisas un discurso racista (y machista) común a la sociedad argentina de esa época. En esa misma sintonía opera una fabulación construida al calor del “luche y vuelve” por Rodolfo Walsh a principios de la década del 70, cuando pone en boca de Brierre, sin citar fuente ni circunstancia la siguiente definición: “nosotros como descendientes de esclavos no podemos ser otra cosa que peronistas“. Frase muy encomiable desde el punto de vista de la épica política, pero evidentemente apócrifa.
Tarde llegó el homenaje del pueblo argentino a Jean Brierre. Recién en el año 2004, en el bicentenario de la independencia de la primera republica latinoamericana, de la primera república negra del mundo, el Congreso Nacional, la Cancillería y el Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires[2] recordaron con sendas placas su nombre. Resonó entonces en esos recintos, como una voz espectral surgida de lo más recóndito de la razón y la justicia el argumento esgrimido en 1956 por el embajador ante el gobierno dictatorial argentino: “No porque Haití sea una nación pequeña va a permitir semejante atropello. Por el contrario, los pequeños países deben ser respetados escrupulosamente porque son pequeños, para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza.”
Jean y Therese Brierre[3] demostraron a todos los argentinos con la ejemplar conducta mantenida en una época lamentable de nuestra historia, que los derechos humanos no se actúan, se ejercen.

Florencia Pagni y Fernando Cesaretti. Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario.
grupo_efefe@yahoo.com.ar

BIBLIOGRAFIA

FERLA, Salvador. Mártires y verdugos, Ediciones Revelación, Bs. As., 1964.
PAGE, Joseph A. Perón, Ed. Javier Vergara, Bs. As., 1984.
PERON-COOKE. Correspondencia, Bs. As., 1973.
POTASH, Robert A. El ejército y la política en la Argentina (II), Ed. Hyspamerica, Bs. As., 1986.
ROUQUIE, Alain. Poder militar y sociedad política en la Argentina (II), Ed. Hyspamerica, Bs. As., 1986.
WALSH, Rodolfo. Operación Masacre, Ediciones de la Flor, Bs. As., 1972.

[1] Testimonio del suboficial Andrés López.
[2] La infatuación de los porteños ha elevado ilegalmente a su Concejo Municipal al rango de Legislatura y convertido a sus concejales en diputados, lo cual no les asegura por cierto mayor capacidad, idoneidad y honradez.
[3] Lamentablemente los autores de este trabajo no hemos podidos obtener mayores datos biográficos sobre Therese Brierre.

dp

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El hundimiento del "Monte Protegido" en abril'17 y del "Toro" (en junio del mismo año), sumados a las desapariciones del "Argos" y del "Curamalán", y al secuestro de la Fragata "Presidente Mitre", fueron sucesos que hicieron tambalear la neutralidad argentina, sobre todo por las presiones recibidas por parte de algunos países como EEUU.
No obstante ello, tanto Victorino de la Plaza como Yrigoyen (evaluando el aspecto económico), mantuvieron la neutralidad hasta último momento. Muchos sectores no se lo perdonaron.
Silvia Arriazu

Anónimo dijo...

Interesantísimo.
Eduardo Testori