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Lucas |
El Viernes 30 de Enero tomé una de las decisiones más duras de mi vida y por ello adquirí una cuota de dolor inmenso, con sentido de culpabilidad ante la circunstancia de cercenar una vida: dispuse sacrificar a mi perrito Lucas, fiel de compañero de 15 años.
Su vida se había convertido en un padecimiento. Estaba casi ciego, no se podía levantar solo, caminaba tropezando con todo, había perdido el control de sus esfínteres.
Algunos amigos y vecinos ya dijeron que hicimos bien en tomar esta decisión, asumida junto a mi hermana, evitando así mayores padecimientos. Un acto humanitario.
Pero no deja de hacerme sentir tan mal, mezcla de asesino y piadoso, pero con un sabor amarguísimo en mi boca.
Por primera vez en mi vida tomé la iniciativa del sacrificio. Por primera vez dispuse sobre el fin de la vida.
Puede que lo alivié, pero lo que siento es horrible y me hizo pensar mucho.
Nunca escribí sobre mi sentimientos. Mucho menos los publiqué.
Pero me puse a pensar sobre mi relación con los animales, con mis perros y a recordar su vida, el amor que me entregaron, la compañía que me hicieron, como me divirtieron, como me consolaron.
Los perros son un ejemplo para los humanos, en el más amplio sentido de la palabras.
Y si la vida continúa de otra forma después de la muerte ojalá que en ese lugar donde vamos me pueda encontrar con mis seres queridos, pero también con mis perritos. Poder jugar con ellos, sentirme siempre niño. Poder darles un beso y decirles te quiero, pero por sobre todo, agradecerles por todo lo que me dieron. Poder abrazarlos y ver su alegría interminable cuando apenas escuchen mi vos o me vean desde lejos.
Quisiera tenerlos a todos de nuevo.
A Berko, travieso y gran ladrón de huevos de gallina de los vecinos, en la época donde aún se veían gallineros en las casas del barrio. Aquel que dos veces fue “desterrado” por mi papá, que lo regaló a conocidos, cansado de sus travesuras. Pero dos veces regresó a casa, luego de caminar varios kilómetros. Como lo hizo? Nunca lo sabré. Es el primer perro que recuerdo en mi vida.
A Chorny. Fiero, guardián, pero juguetón. Mi mamá una vez me retó muy fuerte por alguna travesura y hasta amagó a pegarme con un trapo. Chorny se le paró en dos patas y las apoyó en su pecho, mostrando una dentadura temible. Que susto se pegó mi mamá. Nunca el perro intentó morderla y apenas alguien le dio la orden de dejarla, lo hizo. A partir de ese momento cada vez que hacía una de las mias corría a refugiarme al galponcillo del fondo, donde el vivía.
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Bronco |
A Chiquita. Pequeña, blanca, dulce. A la cual hacía bailar tomándole sus patas delanteras para hacerla caer, cosa que ella odiaba.
A Carola, la primer perrita que recuerdo desde cachorra. Con ella salía de casa a dar una vuelta por ahí, pero lo hacía como pretexto para salir a fumar en la calle, sin testigos, cuando recién tenía 15 adolescentes años. Ya de viejita se me acercó a mi sillón para buscar una caricia. Estaba muy mal y olía peor, ese olor de la vejez que anuncia la muerte. Yo la aparté despreciándola. Ella se fue. Al rato mi mamá salió a buscarla y no la encontraba por ningún lado. Fuimos al fondo y estaba muerta. Por primera vez sentí este inmenso dolor que hoy se repite. Interpreté que ella vino a mi solo para despedirse y encontró el rechazo. Solo se fue para morir solita. Que mal me sentí y siento ahora mismo, por recordar esto.
A Loba. glotona tremenda que, tal vez, fue envenenada por un mal nacido vecino. Que juguetona era. Demostraba una alegría incontenible cuando algunos de nosotros volvía a casa. Nos mordía delicadamente las manos o los brazos como signo de esa alegría. La encontramos en la calle, ya grande. Tenía algo de Ovejero Alemán por ahí. Estuvo muy poco tiempo con nosotros.
Al Negrito, afectado por algún problema neurológico que le dejó la cabecita inclinada hacia un lado. Cuanto cariño nos daba.
A Colita. La más faldera de todas, inseparable de mi mamá. No dejaba que se acerque nadie a su plato de comida.
A Bronco, un inmenso Dogo Argentino que un día encuentro entrando solo a un Video Club donde estaba regresando una película. Se acercó al mostrador y puso sus patas delanteras sobre el mismo. Yo pensé que me iba a comer, pero averigüe siempre lo hacía así, para recibir la caricia de la dueña del local y una galletita como recompensa. Su dueño entró segundos después y se puso a conversar con ella. Allí escuché que este lo tenía que regalar, porque debía de ir al Servicio Militar Obligatorio, la Colimba, y sus padres no lo podían cuidar. Yo me metí en la conversación y le saqué el teléfono a su dueño, ya con intensiones de adoptarlo, pero antes debía de consultar con mi familia. No me podía aparecer sin avisar en mi casa con un perro de ese tamaño. Me autorizaron. Lo fui buscar con mi auto, un día antes de las elecciones de 1989. Era sábado. Lo traje a casa y lo dejé con mucho reparo, porque me tenía que ir al Comité a ayudar en los preparativos de esas elecciones. Ahí me llaman al poco tiempo y me dicen que una vecina lo había visto a casi dos cuadras de mi casa. Se había escapado saltando desde la terraza, una altura de unos 5 metros. No se como no sufrió heridas de consideración. Suerte que esta vecina había visto al perro cuando yo lo traje y lo pudo reconocer. No me imagino como entre mi mamá y mi hermana lograron traerlo a casa. Pero volvió y se quedo hasta el año 2000, cuando se murió pocos meses después que falleciera mi mamá, creo que por tristeza.
Constantemente se me subía a upa cuando estaba en mi sillón viendo la televisión y me lengüeteaba la cara hasta cansarse. Un animal que pesaba más de 60 kg pero y que creía era un Pequinés.
Lloré cuando se murió y ni que decir cuando tuve que cavar su tumba en el fondo de casa. No creo haber llorado nunca más de esa forma. Cuanto amor, cuanta alegría nos entregó ese gigante, con aspecto de malo pero con corazón de miel. Hasta a veces sueño con el. Mi mamá lo adoraba. Muchas veces lo iba a buscar a su “camita” y lo abrazaba para buscar validez y consuelo por las ingratitudes de la vida. Tanto le debe, tantas confesiones me escuchó…y siento que me entendía y me consolaba.
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Colita |
Después de su muerte estuvimos por algunos meses, unos seis u ocho, sin ningún perrito en casa. No lo podíamos reemplazar con nadie.
Hasta que en poco tiempo llegaron cuatro, casi juntos.
La Negrita Chichi, que se nos metió por la ventana que da a la calle, una Noche Buena o de Fin de Año, porque no toleraba la pirotecnia. Dulce, pero traviesa, energética. Ella llenó de mañas y despertó el instinto cazador de los cachorrillos Sultán, Puppy y Lucas.
Sultán, Macho Alfa, que tuvimos que regalar porque no podía convivir con los otros. Puppy el más dulce de todos, puro amor y sacrificio, porque se quedó a vivir solito en el fondo de casa, ante la intemperancia de Sultán.
No puedo dejar de mencionar a Polonia, bautizada así en honor a Cabo Polonio, balneario de Uruguay, donde un amigo pasó sus vacaciones. Técnicamente no era mía. La adoptamos en un bar donde trabajaba y a los pocos meses fue llevada por una familia. Era adoración que sentían por ella. Incluso le llegaron a festejar su cumpleaños, con torta y guirnaldas, al cual fui invitado.
A los perritos de la calle que alimentamos y que vivían en el porch de la entrada de casa: Joe, Chicho, que jugueteaba en el agua de las zanja como si fuera la mejor de las piscinas, el Enano, Joucy, Negrita, Oso, y Candela, que siempre que salía de casa debía de encerrarla en la casa del vecino porque me quería seguir a todos lados. Que forma chistoza de correr tenía, dado que sus piernitas estaban muy lastimadas por vaya a saber que circunstancia de su vida. Dulcísima.
Y mi Lucas, que se acaba de morir y que tuvo por compañera a un integrante nuevo de nuestra familia: Pelusa, que se nos fue hace apenas poco más de un año. Una perrita que levantamos de la calle y que tenía una sarna impresionante, pero que curamos y nos devolvió su alegría con travesuras permanentes.
Dicen que los perros se parecen a sus amos y reafirmo ese dicho popular.
Viendo a algunos de ellos me veía reflejado. Por momentos alegre, pero por momentos muy enojado. Comiendo rápido, como si alguien fuera a quitarme el alimento. Traviesos, pero melancólicos en determinadas circunstancias.
Pero nada ni nadie repartiendo tanto amor, comprensión, tolerancia, como mis perritos.
Hoy lloro porque no te tengo, mi Lucas, pero te recuerdo con todo ese amor y ternura. Lloro y me río al mismo tiempo, cosa de locos, porque recuerdo a mi perrito, pero a todos los demás también.
Seguramente volveré a tener otro, que será tan único como los anteriores. Pero a cada uno de Uds. los llevó en mi corazón, por siempre.
Una y mil veces gracias, por ayudar a darme una buena vida. Los amo y, cuando me toque, volveré a jugar. Pero estaremos todos y en esa nueva etapa de nuestro transitar por la vida y la eternidad, la pasaremos mejor que nunca.