domingo, 20 de abril de 2008

¿EL CADAVER DE ARAMBURU EN AVELLANEDA?


Mucha controversia provocó el caso del secuestro y posterior asesinato del Teniente General Aramburu, segundo Presidente Provisional de la República Argentina durante el período de la Revolución Libertadora, que derrocara a Perón en 1955, cuando este promediaba su segundo mandato presidencial.
La historia oficial cuenta del secuestro y asesinato perpetrado por los tristemente Montoneros, que se dieron así a conocer en forma masiva, diciendo encarnar el espíritu revolucionario del peronismo, pero girando a la izquierda en poco tiempo, contribuyeron a bañar con sangre el territorio de la Nación Argentina.
Aramburu, según esta historia, fue ajusticiado por los Montoneros en represalia al derrocamiento de Perón, a los fusilamientos por éste decretados de militares peronistas que intentaron levantarse contra la Revolución Libertadora en 1956 y a la profanación y desaparición del cadáver de Evita.
Esto sería una estrechísima síntesis de lo ya conocido, pero hay otra parte de la historia, que cuentan allegado íntimos del Gral. Aramburu, enfrentado al régimen dictatorial del Gral. Onganía (1966-70) y que fundamentan sus aseveraciones en un presunto movimiento cívico militar que estaba a punto de socavar los cimientos del gobierno de Onganía, posibilitando así una salida constitucional de la dictadura militar.


De allí la necesidad política de Onganía de hacer desaparecer a Aramburu, adjudicando el hecho a fuerzas siniestras ajenas a su gobierno, los Montoneros.
Pero según el Capitán Algo Luis Molinari (Ex Sub Jefe de la Policía Federal Argentina durante la Revolución Libertadora) y Próspero Germán Fernández Alvariño, amigo de Aramburu, la historia es completamente distinta.

La otra historia

Los anteriormente citados achacan a Onganía del plan del secuestro y asesinato de Aramburu y la complicidad de la célula madre de lo que luego serían los Montoneros, con Mario Firmenich a la cabeza, en todo este proceso.
Según se relata en el libro ¨Z Argentina. El crimen del siglo¨, de Fernández Alvariño (Edición del Autor, 1973) y que refrenda Molinari prologando este libro y testimoniando dichos similares en la revista ¨La Semana¨ (7/VI/1984), el secuestro de Aramburu fue cometido por fuerzas paramilitares a las órdenes de Onganía, vía su Ministro del Interior, el Gral. Imaz, que a su vez controla la Policía Federal, principal protagonista del operativo que se armó para encontrar al secuestrado.
Tanto Molinari como Fernández Alvariño cuentan que en verdad Aramburu fue asesinado en el mismísimo Hospital Militar Central, de Buenos Aires, y que su cuerpo fue entregado a un oscuro personaje de nombre Horacio Wenceslao Orué, presuntamente vinculado a los Servicios de Inteligencia del Estado.
Este acontecimiento se llevó a cabo en mi ciudad, Avellaneda, más precisamente en la localidad de Villa Domínico (intersección de las calles Boulevard de los Italianos con Mansilla), donde Orué mantiene el cadáver de Aramburu con el objeto de entregárselo a Firmenich para ser sepultado clandestinamente en la localidad de Timote, en el interior de la Provincia de Buenos Aires, donde fuera luego encontrado luego por la pesquisa.

En líneas generales esta es una historia compleja, con causas y consecuencias que aun marcan la historia y el presente de la Argentina. Con muchos vericuetos y partícipes. Con conspiraciones, cruce de intereses, beneficiados y perdedores.

Lo que no quiero dejar de pasar por alto, como en toda conspiración, es que jamás se investigó objetivamente, por parte del Estado, toda la trama de los acontecimientos, dejando, por ello, un amargo sabor de injusticia y encubrimiento que aun perduran.

Como divulgador de historias, como me considero, y vecino de Avellaneda, en este caso solo quiero dar a conocer una denuncia que involucra a mi vecindario, pero que tuvo repercusiones directas en la vida de Argentina.




MI INTERVENCION EN EL PROGRAMA "EN LA MIRA" DE FM SECLA 104.7, EL 4/5/2017:

dp


viernes, 18 de abril de 2008

William Shakespeare, ¿existió?



Escribir teatro no es tarea fácil. Detrás de la más sencilla obra dramática hay mucho trabajo. Y si el texto es bueno, además hay talento. Pero si una obra de teatro trasciende los siglos, las lenguas y las culturas, su autor es genial. ¿Dónde está la fórmula de la genialidad? ¿Cómo escribir una GRAN obra de teatro? ¿Existe la receta? No. Podríamos decir que hay que tener la capacidad de conocer los sentimientos más eternos y contradictorios. Hay que descubrir los aspectos inmutables del corazón y la mente humana; hay que fascinar al lector/espectador con palabras y conceptos. Con sagaces citas citables. O sea: hay que ser William Shakespeare. El héroe. El más grande. El poeta inglés William Shakespeare ES, de un modo contundente. Existe.
Todos tenemos claro el romántico (y mortal) concepto definido como «Romeo y Julieta». No hace falta haber leído la obra ni saber quién la escribió. ¿Quién la escribió? ¡William Shakespeare! ¿Verdad que lo podemos asegurar? Pero en el mundo académico muchos lo dudan.

¿QUIEN ES EL IMPOSTOR?

Desde 1780 se empezó a dudar de la existencia de Shakespeare. El reverendo James Wilmot viajó a Stratford on Avon y en su búsqueda sólo encontró a un Gulielmus Shakespere, carnicero y luego comerciante nada destacado.
A partir de ahí han surgido un sinfín de investigaciones y organizaciones que niegan la autoría del bardo inglés. Los candidatos a ocupar su puesto son muchos.
Christopher Marlowe es uno de los elegidos. Sus partidarios aseguran que un espía ateo con una vida apasionante y aventurera se asemeja más a un héroe shakespeareano, que el pequeño burgués hijo de comerciante que fue William. Desde 1885, la Bacon Society aboga por los derechos de Francis Bacon. Según sus asociados, la erudición sobre las leyes y la incisiva filosofía natural que se despliega en las obras de Shakespeare, sólo podía venir de un brillante legista como Bacon. Pero el rival más fuerte de Shakespeare es, sin duda, el Conde de Oxford, Edward De Vere.
En 1922 se fundó la Shakespeare Authorship Society, que pretende imponer a De Vere como autor de todos los textos adjudicados al dramaturgo. Incluso un descendiente del conde recorre las universidades ofreciendo conferencias con pruebas «irrefutables» de la paternidad autoral de su ancestro. En Estados Unidos la teoría de «el otro autor» ha encendido apasionadas discusiones. Mark Twain y Henry James estaban convencidos de que no existían evidencias sobre la existencia de Shakespeare.
Y si fue Oxford el autor, ¿por qué renunció al éxito? Según Daniel Wright, profesor de literatura inglesa en la Universidad de Concordia en Portland y director de la Conferencia Anual sobre Edward De Vere, razones sobran.
La invención de la imprenta permitió la publicación de literatura anónima fuera del control del Estado. La Inglaterra isabelina no estaba dispuesta a permitir el desorden y la propagación de ideas foráneas o reprobables. Se establecieron rígidas regulaciones para controlar la propagación del pensamiento.
Las imprentas debían tener permiso o eran destruidas. Los escritores «peligrosos» eran encarcelados, los libros «subversivos», incautados. Durante toda la historia del teatro, este ha sido visto como un medio de infiltración de ideas peligrosas. En la Inglaterra de Shakespeare, los teatros se alojaban en los distritos más oscuros de Londres. Esto para que el libertinaje del teatro quedara restringido a vagos y canallas. Muchos dramaturgos de la época fueron interrogados, encarcelados, mutilados y hasta asesinados.
Es cierto que a los escritores no les faltaba razón para hacer publicaciones anónimas. De hecho las primeras obras de Shakespeare fueron publicadas sin adjudicarles autor. Recién a finales del siglo XVI, cuando el poeta era ya célebre, empezaron a aparecer ediciones bajo su nombre.
El profesor Wright explica que es lógico que Edward De Vere, décimo séptimo Conde de Oxford y primo de la Reina Isabel, no quisiera publicar obras teatrales bajo su nombre: un noble tan vinculado a la corte no podía tener relación alguna con el teatro público. Esos textos shakespereanos podían ser interpretadas como sátiras a la vida y costumbres de la corte. (Si así lo creyeron, no se equivocaban).
Es decir que -según esta teoría- Edward de Vere escribió las obras y las firmó bajo el nombre de William Shakespeare. ¿Por qué? La explicación de Daniel Wright resulta insólita, aunque -tal vez- no increíble. Según la mitología griega, la diosa de todas las artes era Palas Atenea. Una doncella que usaba un yelmo con una esfinge.
Cuando la visera del yelmo se cerraba, la diosa se volvía invisible. En su mano derecha blandía una lanza. La conclusión es «to shake»: blandir, «spear»:lanza; Palas Atenea, invisible; «Shakespeare», el dramaturgo invisible. A esto, Wright le suma el hecho de que el blasón del Conde de Oxford como Vizconde de Bulbeck muestra un león inglés blandiendo una lanza rota.
Pero para Laura Cerrato, doctora en Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, estos razonamientos resultan débiles. Si la alta alcurnia de De Vere le impidió firmar las obras, por lo menos pudo haber reconocido los sonetos. Después de todo, la actividad poética no sólo era permitida, sino muy bien vista entre nobles.

¡SHAKESPEARE SI!

El origen socioeconómico de Shakespeare y su «escasa cultura» son dos de los argumentos que utilizan quienes veneran la academia. Sin embargo, para Anthony Burguess, uno de los biógrafos del dramaturgo (sin duda el más divertido), los rudimentos clásicos que William adquirió en la Grammar School de su pueblo eran suficientes..., para un genio. Después de todo Ben Jonson, amigo y rival de Shakespeare, siempre se burló de su escaso conocimiento del griego y del latín, pero nunca cuestionó su existencia.
En el bando de los defensores del autor están los convencidos de que el máximo dramaturgo de todos los tiempos debió surgir de los estratos populares sin la perturbación de un exceso de lecturas. Una visión romántica, según Marjorie Garber, profesora de literatura inglesa de la Universidad de Harvard. Garber aclara que Shakespeare recibió una buena instrucción en la escuela de humanidades de Stratford, y además, sin ser un aristócrata, no pertenecía a un bajo estrato social. Su padre tenía cierta posición económica y jerárquica en su pueblo natal. Conclusión: ni el aristócrata instruido ni el campesino inculto.
Queda poca evidencia manuscrita del bardo inglés. Sólo han sobrevivido seis firmas del autor en documentos legales. Ninguna en sus obras. Se cuestiona su existencia cuando en realidad lo que todos queremos saber es ¿cuál es la genética de un genio? Muchos explican la genialidad de Shakespeare negándolo. Después de todo, Shakespeare no es mortal. Es un mito.
Es lógico querer investigar la biografía de los grandes escritores. Aunque tal vez es más acertado responder a las corrientes de análisis literario que, desde los años setenta, explican la obra no como fruto de la vida del autor, de las circunstancias sociales o de las corrientes estéticas, sino como un dispositivo para ser leído. O -en el caso del teatro-para ser recibido desde la platea.
Como sea. Los académicos pueden seguir investigando la verdadera identidad de Shakespeare. A nosotros, ¿nos importa? Su obra existe y el público sigue asistiendo al teatro, emocionándose siglo tras siglo con sus historias. Descubrir al ¿verdadero? autor de Ricardo III no le agregará más grandeza a la obra. Shakespeare es y será, en todo caso y para siempre, todos sus personajes múltiples y contradictorios.

Claudia Barrionuevo

http://archivo.elnuevodiario.com.ni/2000/mayo

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