Cuando se enteró de que sus vecinos nunca volverían a comprarle nada si permitía que los hippies llegaran, Max Yasgur miró a su esposa. Y ella supo, con solo ver sus ojos, que ya había tomado una decisión.
Agosto de 1969. Bethel, Nueva York.
Max Yasgur, un granjero lechero de 49 años, había pasado toda su vida construyendo algo real en las colinas del condado de Sullivan: seiscientas acres de tierra fértil, un rebaño de vacas premiadas y una reputación de hombre justo y buen vecino.
Entonces, un grupo de jóvenes de la ciudad de Nueva York le preguntó si podían usar uno de sus campos para un festival de música.
La reunión del pueblo fue brutal.
Vecinos que conocían a Max desde hacía décadas le dijeron sin rodeos:
“Si permites ese festival, boicotearemos tu granja. Nadie comprará tu leche. Nadie hará negocios contigo. Estás acabado.”
Su esposa, Miriam, lo observó mientras escuchaba aquellas amenazas.
Y vio algo cambiar en él.
“En ese momento supe,” diría más tarde, “que Max iba a hacerlo, sin importar lo que dijeran.”
Max Yasgur era un hombre que se volvía más terco cuanto más lo presionaban.
En lo más profundo de su alma de granjero, creía que los jóvenes tenían derecho a reunirse pacíficamente, aunque tuvieran el pelo largo y escucharan una música que él no entendía.
Cuatrocientas mil personas llegaron a Woodstock.
Pisotearon sus campos.
Derribaron sus cercas.
Dejaron sus pastizales devastados.
Los daños fueron enormes.
Pero durante el festival, ocurrió algo increíble.
Max subió al escenario —un granjero judío de mediana edad, con ropa de trabajo— frente al mayor encuentro juvenil de la historia estadounidense, y dijo:
“Lo que ustedes han demostrado al mundo es que quinientas mil personas jóvenes —y los llamo jóvenes porque tengo hijos mayores que ustedes— pueden reunirse durante tres días de música y alegría, y no tener nada más que eso: música y alegría. ¡Dios los bendiga por ello!”
La multitud le respondió con una ovación de pie que duró varios minutos.
Pero luego vino la realidad.
El servicio postal se negó a atenderlo.
Max tuvo que cambiar su dirección a un pueblo vecino solo para poder recibir su correo —incluidas las notas de agradecimiento y las flores que le enviaron artistas como Jimi Hendrix, Janis Joplin y The Who, agradeciéndole su valentía.
La tienda local lo rechazó.
Amistades de toda una vida se disolvieron de la noche a la mañana.
El 7 de enero de 1970, algunos de sus propios vecinos lo demandaron por los daños que los asistentes del festival habían causado en su propiedad.
Max nunca se echó atrás.
A los periodistas que le preguntaban si volvería a organizar un festival, respondió con calma:
“Hasta donde sé, volveré a mi granja.”
Un año después, recibió 50 000 dólares como compensación por los daños.
No era suficiente para reemplazar lo que había perdido —no los cercos ni el pasto, sino la comunidad que lo había abandonado por negarse a odiar a los jóvenes.
En 1971, Max vendió la granja que había sido la obra de su vida.
Él y Miriam se mudaron a Marathon, Florida, con la esperanza de que un nuevo comienzo aliviara su corazón —el físico, que ya estaba débil, y el metafórico, quebrado por sus vecinos.
El 9 de febrero de 1973, un año y medio después de dejar Nueva York, Max Yasgur murió de un ataque cardíaco. Tenía 53 años.
La revista Rolling Stone le dedicó uno de los pocos homenajes de página completa que ha hecho a alguien que no fuera músico.
Porque Max Yasgur había hecho algo que importaba:
se había interpuesto entre los jóvenes y quienes querían silenciarlos.
Hoy, el Bethel Woods Center for the Arts se alza en ese mismo campo donde 500 000 jóvenes demostraron que la paz era posible.
Desde 1996, miles de personas regresan cada verano al antiguo terreno de Max, para recordar —no solo la música, sino al hombre que la hizo posible.
Sus vecinos pensaron castigarlo dándole la espalda.
No entendieron que Max Yasgur ya había elegido de qué lado de la historia quería estar.
Eligió a los jóvenes con flores en el cabello antes que a los adultos con piedras en el corazón.
Eligió la música antes que el silencio.
Eligió quedarse solo con sus principios antes que unirse a una multitud que le pedía traicionarlos.
Y cuando esas 400 000 almas se levantaron para aplaudirlo en aquella colina embarrada en 1969,
Max Yasgur recibió algo más valioso que la aprobación de sus vecinos:
Recibió la gratitud de una generación que nunca olvidaría al granjero que les dio un campo y les pidió una sola cosa: demostrar que la paz era posible.
Lo hicieron.
Y él también.
Fuente: @La Casa del Saber
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